martes, 6 de marzo de 2012

8 DE MARZO Y UNA MUJER TRABAJADORA

Lo que más claro tengo en esta vida es que mi madre vino a la misma a sufrir. Un padre alcohólico y un hijo alcohólico, poco margen dejan para la felicidad. Y sin embargo, mi madre fue todo lo feliz que pudo ser porque construyó su felicidad sobre la base de ayudar a los demás, sin esperar nunca nada a cambio.

Nacida en Madrid durante la guerra civil -de la cuál recordaba cosas y eso que apenas contaba tres años- tras finalizar ésta y estando mi abuelo temporalmente desaparecido (o mis abuelos temporalmente separados, nunca lo llegué a tener muy claro), mi abuela con sus dos hijos regresó a su pueblo natal donde vivían mis bisabuelos, a intentar sacar a sus pequeños adelante.

De pequeña, poco pudo acudir a la escuela; apenas consiguió aprender a escribir (con absoluta falta de respeto a la gramática y a la ortografía) y las cuentas básicas, indispensables para desenvolverse con el dinero. En su casa había muchas otras cosas que hacer, tales como: llevar el almuerzo a mi abuelo (que al fin regresó para dedicarse al oficio de porquero para bebérselo antes de que el salario llegase a casa); ayudar a mi abuela en las cosas de la casa; cuidar de sus dos hermanos pequeños -que merced al regreso de mi abuelo, finalmente llegaron- mientras mi abuela intentaba conseguir algo para poner en la mesa; incluso pedir para sobrevivir, pues los tiempos eran muy duros. En fin, una vida rural de una familia sin ningún patrimonio como tantas y tantas había.

Así que, siendo todavía una niña de apenas 15 años, tuvo que volver a Madrid para dejar de ser una carga para su familia e intentar mantenerse por si misma. Así comenzó a servir interna en casas de buenas familias y a conocer los sinsabores del trabajo, que no de la vida laboral, pues por aquel entonces, no hace falta que os describa en que consistía servir. Este fue su oficio hasta que se casó.

Mi madre, como casi todas las madres de la época de franco se convirtió en un ama de su casa. La única que se encargaba de las labores del hogar, pues en casa éramos cinco, y chicas, con obligación de acometer dichas tareas, ella y yo. Pronto me enseñó que las cosas eran así y se procuró mi ayuda, cosa que yo siempre consideré injusto y que nunca comprendí pero que tampoco nunca fui capaz de hacerle entender. Bueno... en realidad sí, en el fondo, lo entendía; pero ella siguió siendo siempre la misma, la que mas trabajaba en nuestro hogar.

Sin embargo, las dificultades del día a día familiar le obligaron además a tener que asumir parte de su carga económica y tan pronto como podía conseguir que alguien se quedara a nuestro cuidado, acudía donde le dijesen que podía ganar algún dinero a limpiar más y más y más; los trabajos más duros de la limpieza que otros podían permitirse pagar.

Así fue como conoció el hospicio, institución entonces regentada por las monjitas de la caridad que estaba justamente al lado de nuestra casa. Allí las monjitas le procuraban trabajo y además nos acogían a nosotros mientras ella faenaba ayudándole con su caridad a sacar adelante a nuestra incipiente familia y allí fue dónde empecé a saber que mi madre había venido a este mundo a hacer el bien aunque entonces yo no lo entendiera.

Aquel Hospicio estaba lleno de niños sin familia. La gran mayoría de ellos porque sus padres no podían hacerse cargo, y los dejaban en el torno, y otros porque desgraciadamente habían perdido a los suyos; así que mi madre no dudó en amadrinar a alguno que otro (sacarlos de la pila, que decía ella) y llevárselos de vez en cuando a casa a comer, a pasear, a jugar, en fin, a compartir tanto amor como tenía con tantos como lo necesitaban.

En aquella ocasión, la fortuna le sonrió y, por medio de aquellas caritativas monjitas, se le presentó la oportunidad de trabajar en una dependencia de la Diputación Provincial, eso sí, sólo media jornada que ella cumplía mientras a nosotros nos cuidaban nuestros abuelos. Así fue como entró en el mundo laboral. Y digo que la fortuna le sonrió porque con el tiempo, aquellos trabajadores que entraron en la Administración, merced a la lucha sindical, consiguieron importantes derechos laborales y al fin, y aunque fuera limpiando grasa de máquinas de impresión y baños de señores, consiguió tener un trabajo digno hasta su jubilación.

Esa era mi madre en su faceta de mujer trabajadora. Por la mañana atendiendo su casa, a su marido y a sus hijos y por la tarde, limpiando para arrimar un poquito de dinero para los gastos de la hipoteca y para el ahorro del matrimonio con el único fin de que sus hijos, mis hermanos y yo dispusiésemos de las oportunidades que ellos nunca tuvieron.

Pero no haría justicia a esta mujer, sino hablase de su faceta humana, la que más le distinguió y la que yo más envidio, pues está al alcance de muy pocos entregarse a los demás. Mi madre era católica; una persona humilde en aquellos tiempos de ignorancia y de imposición, no podía ser de otra manera, pero jamás antepuso sus deberes a los ritos católicos y siempre respetó, tras intentar que fuésemos creyentes, que no comulgásemos con sus cleros. Vivió su fe en silencio aunque fue la mayor cumplidora de los diez mandamientos (bueno, dudo que amase a Dios por encima de su familia, la verdad) y practicó las enseñanzas de Jesús.

No hubo pariente del pueblo a quien no acogiese en su casa cuando necesitaban venir a la capital, normalmente en busca de atención médica. Alí dormía si era necesario. Ella les acompañaba al médico y les explicaba sus indicaciones y si quedaban ingresados en el hospital, no dejaba ni un solo día de acudir a visitarles.

Nunca hubo nadie enfermo a su alrededor a quien no se ofreciese ayudar en lo que fuese necesario, tanto daba limpiar su casa, hacerles la compra como limpiarles a ellos mismos, si ello fuese preciso.

Cuando se quedó sin madre, muy joven, por cierto, mi abuelo vino a vivir con nosotros y allí permaneció hasta que murió. También es cierto y no haría justicia a la verdad si no dijese que aquel hombre (un gran hombre con sus defectos y a quién yo adoré) que para entonces había dejado de beber, fue un gran apoyo y ayuda tanto para ella como para nosotros, pues mi padre apenas coincidía con nosotros en casa por su trabajo.

Cuando la madre de mi padre enfermó de demencia senil, no consintió en que vagase de casa en casa de sus hijos y la acogió en la nuestra cuidándola con todo el amor de que fue capaz hasta que siete años después, su muerte la liberó de esa carga.

No hubo ciego que no ayudase a cruzar la calle, caído que no ayudara a levantarse, cosa que no recogiera del suelo para ayudar a quién se le había caído ni persona a la que no ofreciese su ayuda para cuanto fuera menester. En fin, podría describir tantas y tantas de sus conductas que en un blog no cabrían.

Apenas se jubiló y vio la oportunidad de poder disfrutar un poco en la vida, mi padre falleció y se quedó sola. Ella que había vivido toda su vida para servir, se quedó sin nadie para quien hacerlo y aunque disimulaba cuanto podía, la tristeza se apoderó de ella, esta vez para siempre.

Un ocho de marzo falleció tras haber luchado contra la leucemia durante año y medio de su vida y tras haber sufrido la pérdida, quince días antes, de uno de sus nietos, con tan sólo nueve años, a causa de un linfoma.

Mi madre vino a este mundo a sufrir, eso a estas alturas, lo tengo claro. Y aun así supo ser feliz dándola por los demás. Es sin duda un ejemplo y, para mí, en el día de la mujer trabajadora, digna de un homenaje. Este es el mío.

Si estuviera escribiendo en papel, mis lágrimas estarían emborronando de tinta las letras. Cómo es en el ordenador, pasaré luego una balleta y seguiré luchando.

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